Y al pronunciar tales palabras tocó con la punta del hierro bendito la llaga viva. Kostaki exhaló un grito como si le hubiera tocado una espada de fuego y, llevándose una mano al pecho, dio un paso atrás. Al mismo tiempo, Gregoriska, con un movimiento que parecía coordinado con el del hermano, dio un paso adelante; entonces, con los ojos fijos en los ojos del muerto, con la espada contra el pecho de su hermano, comenzó una marcha lenta, terrible, solemne. Era algo semejante al pasaje de don Juan y el comendador; el espectro retrocedía bajo la presión de la sacra espada, bajo la voluntad irresistible del campeón de Dios, que lo seguía paso a paso, sin pronunciar una palabra, ambos anhelantes, ambos lívidos del rostro, el vivo arrojando al muerto y obligándolo a abandonar el castillo, su anterior morada, para volver a la tumba, su morada futura... Lo aseguro, a fe mía, ¡era cosa horrenda de verse! Y sin embargo, yo misma, movida por una fuerza superior, invisible, desconocida, sin saber lo que hacía, me levanté y los seguí. Bajamos la escalera, iluminados sólo por las ardientes pupilas de Kostaki. Atravesamos la galería y el patio, y luego traspusimos la puerta siempre con el mismo paso medido, el espectro retrocediendo, Gregoriska con el brazo tendido, yo detrás de ellos.
Esta marcha fantástica duró una hora, pues era necesario volver el cadáver a su tumba; pero en vez de seguir el camino acostumbrado, Kostaki y Gregoriska atravesaron el terreno en línea recta, cuidándose poco de los obstáculos, que para ellos ya no existían; ante ellos el suelo se allanaba, los torrentes se secaban, los árboles se apartaban, las rocas se abrían. El mismo milagro se operaba para mí: sólo que el cielo me parecía todo cubierto de un negro velo, las lunas y las estrellas habían desaparecido y en medio de las tinieblas sólo veía resplandecer los ojos llameantes del vampiro. Llegamos de tal modo a Hango y pasamos a través del seto vivo de madroños que servía de cerco al cementerio. Apenas entrada, distinguí entre las sombras la tumba de Kostaki, junto a la de su padre, no sabía que estuviera allí y sin embargo la reconocí. Nada me era desconocido en aquella noche.
Gregoriska se detuvo al borde de la fosa abierta.
-Kostaki -dijo él- aun no está todo terminado para ti, y una voz del cielo me avisa que puede concebirse el perdón si te arrepientes; ¿prometes retornar a la tumba?, ¿no salir de ella más?, ¿consagrar a Dios el culto que consagraste al infierno?.
-¿Te arrepientes? -preguntó Gregoriska.
-¡No!
-Por última vez, ¿te arrepientes?
-¡No!
-¡Bien! Invoca la ayuda de Satanás, como invoco yo la de Dios, y veremos quién saldrá esta vez aún victorioso.
-¿Estás herido? -le pregunté ansiosamente.
-No -me respondió- pero en tal duelo, querida Edvige, la lucha, no la herida, mata. He luchado con la muerte, y a ella pertenezco.
-Amigo, amigo -exclamé- aléjate de aquí y acaso vuelvas a la vida.
Obedecí temblando. Me incliné para recoger aquella tierra sanguinosa, y al doblarme vi el cadáver clavado al suelo: la espada bendita le atravesaba el corazón, y una sangre oscura le brotaba abundante de la herida, como si hubiera muerto en aquel momento.
-Ahora, mi adorada Edvige -dijo Gregoriska con voz semiapagada- escucha bien mi último consejo. Abandona el país apenas te sea posible. Sólo la distancia es una seguridad para ti. El padre Basilio recibió hoy mi suprema voluntad y la cumplirá. ¡Edvige, un beso! ¡El último, el único beso! ¡Edvige, me muero!
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