Capitulo XIII
Llegada la noche, me trajeron la lámpara; mis mujeres, según podía yo comprender por sus gestos, se ofrecieron a quedarse conmigo. Se lo agradecí y salieron. A la misma hora que la noche precedente experimenté los mismos síntomas. Quise levantarme entonces y pedir ayuda; pero no pude llegar a la salida. Oí vagamente dar las nueve menos cuarto; los pasos resonaron, se abrió la puerta, pero yo no veía ni escuchaba nada, y, como la noche anterior, caí de espaldas sobre el lecho. Como el día anterior experimenté un dolor en el mismo sitio. Como el día anterior me desperté a medianoche; pero más pálida y más débil aún. Al día siguiente se renovó la horrible pesadilla.
Estaba decidida a bajar a la estancia de Smeranda por muy débil que me sintiera, cuando entró en la cámara una de mis mujeres y pronunció el nombre de Gregoriska. El joven la seguía. Intenté levantarme para recibirle; pero volví a caer en mi sillón. Él dio un grito al verme, y quiso lanzarse hacia mí; pero tuve la fuerza de tender el brazo hacia él.
-¿Qué vienes a hacer aquí? -le pregunté.
-Gregoriska -le respondí- estás privado de mi presencias, pero no de mi amor. ¡Ay! Te amo siempre, y mi mayor pena es que este amor sea en adelante casi un delito.
-Entonces, ¿puedo esperar que rogarás por mí, Edvige?
-Sí, pero no lo podré hacer por largo tiempo -repliqué yo con una sonrisa.
-Porque... Dios tiene ciertamente piedad de mí, y a él me llama.
Gregoriska se me acercó, me tomó una mano que no tuve fuerza de sustraerle, mirándome fijo al rostro:
-Esa palidez no es natural, Edvige -me dijo- ¿cuál es la causa?
-Si te la dijera, Gregoriska, creerías que estoy loca.
-No, no, habla, Edvige, te lo suplico; estamos en un país que no se parece a ningún otro país, en una familia que no se asemeja a ninguna otra familia. Dime, dímelo todo, te lo encarezco.
Se lo narré todo: la extraña alucinación que me poseía a la hora en que Kostaki debió morir; ese terror, ese letargo, ese frío glacial, esa postración que me hacía caer de espaldas sobre el lecho, ese ruido de pasos que me parecía oír, esa puerta que creía ver abrirse, y finalmente ese agudo dolor en el cuello seguido de una palidez y de una debilidad siempre crecientes. Creía yo que mi relato parecería a Gregoriska un comienzo de locura, y lo terminaba con una cierta timidez, cuando por el contrario advertí que me prestaba gran atención.
Cuando hube terminado de hablar, Gregoriska reflexionó un instante.
-Sí, por muchos que sean los esfuerzos que haga para resistir al sueño.
-¿Y a esa misma hora crees ver abrirse la puerta?
-Sí, aunque eche el cerrojo.
-¿Y luego experimentas un agudo dolor en el cuello?
-Sí, aunque sea apenas visible la señal de la herida.
-¿Me permites ver?
Doblé la cabeza hacia atrás. Examinó él la cicatriz.
-Edvige -dijo Gregoriska después de un momento de reflexión-, ¿tienes confianza en mí?
-¿Crees en mi palabra?
-Como creo en el Evangelio.
-¡Bien! Edvige, por mi fe, te juro que no tienes ocho días de vida si no aceptas hacer, hoy mismo, lo que voy a decirte.
-¿Y si consiento?
-¿Quizás? -él se calló-. Suceda lo que fuere, Gregoriska -continué diciendo yo- haré cuanto me ordenes hacer.
-Escucha entonces -dijo él- y ante todo no te espantes. En tu país, como en Hungría y en nuestra Rumanía, existe una tradición.
Temblé porque esa tradición ya había vuelto a mi memoria.
-¡Ah! ¿Sabes lo que quiero decir?
-Sí -contesté- en Polonia vi algunas personas padecer el horrendo hecho.
-Sí, niña aún, me sucedió ver desenterrar en el cementerio de una aldea perteneciente a mi padre cuarenta personas muertas en quince días, sin que se hubiera podido en ninguna ocasión acertar con la causa de su muerte. Diecisiete de esos cadáveres expusieron todos los signos de vampirismo, es decir fueron encontrados frescos como si hubieran estado vivos; los otros eran sus víctimas.
-¿Y qué se hizo para liberar de eso a la región?
-Sí, así se acostumbra hacer; pero para nosotros eso no basta. Para librarte de tu fantasma antes quiero conocerlo, y ¡por Dios! lo conoceré. Sí, y si es preciso, lucharé cuerpo a cuerpo con él, quienquiera fuere.
-¡Oh, Gregoriska! -exclamé espantada.
Dijo:
-Quienquiera que fuere, lo repito. Mas para llevar a buen fin esta terrible aventura, es necesario que hagas todo lo que te exigiré.
-Di.
-Estate preparada a las siete. Desciende a la capilla, pero desciende sola; es necesario que venzas a toda costa tu debilidad, Edvige. Allí recibiremos la bendición nupcial. Consiéntemelo, amada mía: para velar por ti. Luego subiremos de nuevo a esta cámara, y entonces veremos.
-No temas, amada Edvige. Consiente solamente.
-Sabes bien que haré todo lo que quieras, Gregoriska.
-Entonces, hasta luego a la noche.
Se fue. Un cuarto de hora después vi a un caballero precipitarse a toda carrera por el camino del monasterio; era él.
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